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Pasaron trece conjugaciones de las dos lunas de Kemet. Fue un tiempo de gélido invierno en el dominio del señor Shu, de frutos nuevos en el dominio de Ra, de cientos de libros escritos en el dominio del dios Thot, de conferencias en el dominio de la diosa Maat, de ciudades nuevas en el dominio del señor Geb y la diosa Nut. Un tiempo más de cosechas abundantes a las orillas del río Iteru y un apoteósico periodo de monzones en Maabarath.
Un año en el que Kemet volvió a adormilarse en la absoluta paz. Solo en los cuarteles de Ra, en los de Seth y en los Horus, los semidioses y los humanos entrenaban sin tregua para una batalla que no sabían cuándo y en qué mundo se iba a desarrollar.
Después de iniciar el nuevo tiempo de inundación en el sagrado río de Mashrek, el dios Horus decidió salir de viaje con sus padres y tres de sus hijos. Era tiempo de dejar que los niños se instruyeran en otras escuelas y aprendieran a desarrollar por sí mismos su divinidad. Sin embargo, antes debía instruir por última vez a Duamutef, así que lo llevó a volar con los Senshu-or. Fueron días de felicidad entre los dos, el joven había desarrollado una habilidad especial para conectarse con los grifos, tan similar a la que tenía su divino padre. Al finalizar esos días en los cuarteles de las montañas de Ladakh, volvieron al palacio de Bhuj a recoger las pertenencias del heredero. Un viaje, al interior de los senderos del alma, esperaba por el joven dios en la montaña más alta de Kemet.
El próximo rey se quedaría a cargo de sus abuelos para aprender, de la diosa Isis, la magia del universo y, del dios Jnum, el manejo del agua como fuente creadora. También debía aprender lecciones con el poderoso dios Atum sobre las bases fundamentales de Kemet y del universo. Por eso se despidió de sus abuelos, deseó buena suerte a sus hermanos y ascendió con su padre a la sagrada montaña Sagarmatha para internarse en sus entrañas. Antes de despedirse del jovencito, el señor Horus le dijo que no volverían a verse por un buen tiempo. Conmocionado, Duamutef abrazó a su padre y se puso a llorar, pero entró en calma cuando Horus le dijo que el día que aprendiera a hablar con Atum volvería a escuchar su voz. Con un abrazo final, el señor Horus lo bendijo y le pidió que fuera un rey justo, amoroso y protector para Maabarath.
La familia real partió a otros reinos cuando los campos de cereales estaban a medio crecer. Debían dejar a los demás príncipes en las escuelas asignadas por las predicciones que el señor Thot hiciera tras el nacimiento de cada bebé y por la voluntad de los propios jovencitos quienes, durante toda su etapa de educación primordial, se habían preparado para asumir un aprendizaje superior junto a otros dioses jóvenes.
Durante el periplo, existió un ambiente de felicidad. La señora Isis y el señor Jnum compartieron momentos muy alegres de vino, conversaciones agradables, anécdotas y proyectos con los anfitriones, mientras que el señor Horus se dedicó a visitar las escuelas donde los niños serían instruidos. Compartieron noches de historias mágicas, madrugaron para ver al sol salir, tardes de cabalgatas, días festivos de recibimientos cálidos por parte de los pobladores y noches de juegos, música y danza. Isis mostraba su sonrisa de satisfacción, por fin podía hacer los viajes soñados junto a su hijo. El señor Jnum se sentía dichoso de verlos a todos felices y saber que esa era la familia que tanto anheló. Los príncipes se mostraban curiosos y no disimulaban su entusiasmo para aprender a dominar los poderes con los que habían nacido y ascender en el camino de la divinidad. Solo el señor Horus escondía la tristeza porque después de cada viaje llegaría una amarga despedida.
Dejaron a Hapi en el reino del dios Thot, de inmediato el chiquillo se adaptó a esa vida de investigación en magia espiritual y curativa. En el reino de la diosa Ra, dejaron a Kebehsenuf, era notorio que el jovencito necesitaba desarrollar sus dotes de dios solar. En cada caso, Horus se despidió de manera muy particular de cada uno de ellos. A Hapi, que le costaba calmar su llanto, le pidió que fuera el nuevo rector del conocimiento y eso le llevaría a entender un día el lugar donde iba a ir su padre. Hapi le hizo prometer a Horus que lo visitaría en sueños todo el tiempo que pudiese, el dios halcón le juró que lo haría con la mano sobre su corazón, solo así el adolescente lo dejó partir. Khebeshenuf quedó sin palabras ante la noticia, pero mostró una inusitada calma. A él, Horus le pidió que fuera un gran apoyo para la diosa Ra, debían protegerla por ser una madre rectora de toda la vida y la espiritualidad y no debían dejar que su luz se opacase jamás hasta el día que estuviera dispuesta a heredar su poder a un dios e irse a descansar a las Cortes de Atum. El jovencito prometió ser el guardián de la diosa, apretó los antebrazos de su padre al despedirse y cuando Horus lo dejó solo recién se puso a llorar.
El último dominio al que llegó la familia real fue a Mashrek. Los tres dioses llevaban a un núbil príncipe Amset para presentarlo formalmente ante el dios Seth y la diosa Nephtis. Ellos se encargarían de la guía y el entrenamiento del niño, quien había desarrollado sus potencialidades divinas, pero necesitaba convertirse en un dios invicto y para ello había escogido ser un guerrero como lo era el dios de los desiertos.
Tras el cálido recibimiento que cada año mostraban los pobladores del sur y luego de surcar los cielos sobre el lomo de Gobuleb, padre e hijo llegaron a las puertas de la sagrada ciudad de Nubth, donde los hermanos Seth y Nephtis los esperaban para una audiencia especial. Llegada la familia a la sala de conferencias del templo, el pequeño Amset caminó hacia el centro del ambiente y proclamó:
—Dioses de Mashrek, soy Amset de Maabarath, hijo del omnipotente señor Horus y dios encargado del occidente y la preservación del interior de los humanos, me presento ante ustedes para que pueda entrenar en sus cuarteles. Mi deseo es ser un dios guerrero para apoyar con mi fuerza la labor de mis hermanos. —Ni bien terminó de decir su pequeño discurso, el jovenzuelo miró de reojo a sus abuelos para saber si lo había hecho bien. Los vio aprobar con un ligero movimiento de cabeza y sonrió satisfecho.
—Bienvenido Amset, veo que tienes mucho entusiasmo; sin embargo, quiero que te des cuenta que, para entrar en mis cuarteles, deberás seguir un régimen muy estricto de instrucción. —Seth no movió ni la ceja al ver a ese muchachito que se mostraba bastante confiado ante él—. Tu padre me ha pedido que te guíe así que he decidido instruirte en forma personal. Desde ahora tendrás que hacer lo que te diga sin cuestionar y no creas que seré blando con tu formación.
—Será lindo tener de nuevo a un niño a quien educar y orientar —comentó la señora Nephtis llevando sus manos al rostro sonrojado por la emoción.
—Muchas gracias, dioses de Mashrek por aceptar a mi hijo Amset. Confío en su buen criterio de educación y en la buena voluntad de su acogida. —Horus se mostraba muy emocionado. Miraba a su muchachito con mucho afecto y al mismo tiempo mostraba un aire de tristeza en la voz. Eran las últimas horas que pasaría junto a Amset.
Después de la cena, los anfitriones invitaron a descansar a la familia real de Maabarath en las habitaciones lujosas que dispusieron para su estadía y donde los esperaban siervas que se encargaron de sus necesidades. También dispusieron dos siervos muy jóvenes que ayudarían a Amset a sentirse cómodo en su nueva estancia. Amset los saludó con un movimiento de cabeza y en menos de un segundo compartió con ellos algunas de sus armas que llevó como parte de su equipaje de estudiante.
Mientras los chicos jugaban a la guerra en la sala previa al dormitorio, Isis y Jnum tomaban un baño relajante y Nephtis organizaba a sus asistentes, el dios Horus y el señor Seth salieron a dar un paseo por los jardines del templo de Nubth. Casi todo el tiempo se mostraron cabizbajos, silenciosos y algo distantes. La cautela de sus acciones no respondía al cuidado con el que siempre manejaron su unión ante los dioses y humanos, lo que motivaba a que ambos estuvieran tan ensimismados en sus pensamientos era el dolor que sentían ante la inminente despedida.
—¿Vendrás conmigo al oasis? —Seth retenía los tristes suspiros en el pecho.
—No, Sutej, te pido que vayamos a la playa del norte, porque necesito dejar en ese lugar a mi grifo.
Seth se estremeció al escucharlo, sería como en su sueño, Horus se marcharía ante sus ojos y él no podría hacer nada, pues el llamado de Atum era la fuerza más poderosa de toda la creación.
—Pero estaremos algunos días juntos… supongo.
—Cazaremos algunos monstruos más y volaremos hacia el sol. —Horus no tenía idea de qué harían tantos días en ese lugar, pero de algo sí estaba seguro: dejaría marcada en la piel de Seth, la muestra de su amor, así como dejó un pedazo de su ojo izquierdo en su corazón.
Cuando el cansancio por el largo viaje cerró los párpados de Horus, Seth le propuso que fuera a dormir, al día siguiente sus padres irían al sur para convocar a las aguas subterráneas a una nueva inundación. Se desearon buenas noches cruzando los brazos y les fue muy difícil soltarse para ir a sus respectivos dormitorios. Seth miraba a Horus con el llanto agolpándose en los ojos, Horus lo veía con nostalgia anticipada.
Camino a su dormitorio, el señor Seth intentaba esconder los dolorosos sentimientos que tenían a flor de piel, miró al cielo durante unos segundos esperando escuchar una voz, pero como no vio ninguna señal buscó en su interior.
«Eres poderoso y cruel, Atum. Me diste la posibilidad de conocer a mi otra mitad y ahora me lo arrebatas, dime ¿por qué diablos me haces esto? ¿por las muertes de inocentes que provoqué? ¿por el dolor que causé?, ¿te divierte verme así derrotado? No me voy a humillar, si eso es lo que buscas, hasta que tenga que irme al maldito Necher voy a seguir mirando de frente la puta vida que me has dado y cuando…», el señor Seth sintió un ligero jalón en su mano y cuando su conciencia regresó al cuerpo sintió un aroma familiar.
—Te llamé dos veces, pero parece que estabas durmiendo parado. —La diosa Isis observaba intrigada a su hermano, sus gestos y sus hombros tensos le decían que Seth estaba luchando en su interior.
—¿Todo está bien, hermana? —Seth miró esos ojos azules que parecían contener mil preguntas difíciles de responder.
—Dime, ¿sabes por qué Horus está tan callado?, a ti te debe contar muchas cosas especiales. —Isis miraba a Seth con la ceja levantada y un fingido aire de discreción.
—N-no. —El dios de la guerra dudó.
—¡Dime ahora mismo qué es! —Desde que Seth era un bebé, la diosa Isis sabía bien que cualquier titubeo en sus respuestas significaba que no quería decir algo importante.
—Nada, ya sabes, los hijos se le van y luego pasará a ser un dios vago que no gobierne un reino y no sepa qué hacer con su vida… esas cosas. —Seth sonrió intentando desviar la atención a otros temas.
—¡¿Por qué no te creo?! —Isis lo tomó por el brazo y no dudó en apretarlo—. ¡Y los dioses que dejamos los cetros y las coronas reales no somos vagos, estúpido Seth!
—No tengo la culpa de que no confíes en mí, yo solo digo lo que pienso… —El señor Seth resintió las uñas que, con intención maliciosa, su hermana clavaba en su piel.
—¡Oye idiota, dime lo que sabes, si no quieres que te deje una maldición y no puedas hablar durante un año! —La señora Isis arqueó las cejas y sus ojos se abrieron por completo.
—No puedo… Isis. —El dios Seth quería transformarse en arena para evitar el dolor de aquellos dedos que pellizcaban su antebrazo—. Horus me hizo jurar… ya mañana… tal vez te lo dirá…. ¡Auch!
La diosa soltó el brazo del rey de Mashrek, movió los dedos hacia su boca y estuvo a punto de conjurar un hechizo que dejara sellados esos labios gruesos por trece conjugaciones de ambas lunas, pero recordó que Seth tenía una tarea importante que cumplir.
—Agradece que ser el apoderado de mi nieto te ha salvado. —La señora Isis se apartó con cadenciosos pasos, pero volteó a ver a su hermano menor una vez más—. ¡Ah, una cosa más, Seth! Trata a Amset con más calma, no seas descuidado con las armas que le des, recuerda que es un niño y no potro y… dale abrazos de vez en cuando para que no extrañe mucho a sus abuelos y a Horus.
Seth afirmó en silencio, levantó la mano para despedir a su hermana y recordó con tristeza el día que vio por primera vez a Horus con sus hijos, lo vio como un padre amoroso que compartía juegos con ellos como si fuera un pequeño más. Fue el día previo a la boda de su hijo muerto, el día que él juró no llorar más por Anubis, pues sabía que su llanto impediría su divina tranquilidad en el Necher.
...
La madrugada en Mashrek encontró a los dioses de pie. Incluso el pequeño Amset estaba listo para despedirse de sus abuelos. El señor Jnum y la señora Isis llevaban al pequeño sujeto por ambas manos mientras caminaban a la carroza real que los llevaría hacia el sur del dominio, allí donde las cataratas cantaban con fuerza día y noche.
Se despidieron de Seth agradeciendo su hospitalidad, el dios Jnum dejó unas palmadas sobre el hombro desnudo del guerrero y la diosa Isis le dio un beso en la mejilla que lo sorprendió por completo. Tal vez la diosa anticipaba sin querer, que algún día no muy lejano volvería a ser el soporte de su hermano menor, su confidente y su consuelo. Un dios de la guerra necesitaba encontrar un buen balance en el amor familiar.
Los dioses abrazaron a Nephtis y ella los bendijo para que tuvieran un tranquilo viaje de regreso. Dejaron muchos besos en las mejillas de Amset y recomendaciones para que no fuera tan inquieto y travieso, pues el tío Seth era un hombre muy estricto. El niño se dejó engreír un rato y prometió entre sonrisas que se sabría portar bien. Nephtis ofreció su mano al pequeño y lo llevó unos escalones arriba del templo.
Finalmente, Horus se acercó al carro y pidió unos minutos a solas con sus padres. Entró junto con ellos, los miró con amor, tomó sus manos y con la amargura que provoca decir un adiós largo, confesó aquel secreto que no quiso revelar hasta el final de ese maravilloso viaje familiar.
—Padre, madre… estoy muy feliz de tenerlos conmigo y siempre tendrán un lugar muy especial en mi alma… hace un año, subí a Sagarmatha otra vez y recibí el llamado del dios Atum. Me quiere en sus cortes etéreas y no puedo negarme…
—Era eso… —Isis sintió un súbito escalofrío correr por su espalda—. Era eso lo que Seth no quiso decirme anoche…
—¿Por qué no confiaste en nosotros, Horus? Te hubiéramos ayudado a programar tu trascendencia. —Jnum bajó la cabeza y apretó la mano de ese hijo a quien moldeó como rey.
—No quise que estos sentimientos duros los acompañaran por tanto tiempo, perdón. —Horus tenía ganas de llorar, sería difícil no ver a esos dioses que lo acogieron con amor y le dieron un hogar dulce, próspero y amoroso donde vivir—. Así pudimos reír hasta ayer y tendremos esos momentos felices para recordar.
—¡Horus… ya no te volveremos a ver…! —Las cálidas lágrimas de la señora Isis arrastraron algo del delineado que tenía en los ojos—. ¡Me siento vacía, mi hijo me dice adiós… no puedo…!
La señora se llevó las manos al rostro y lo cubrió por completo, Horus la abrazó para paliar el dolor que la quebraba y la hacía llorar como una niña. Afuera la diosa Nephtis intentaba entender el drama, pero prefirió apartar al pequeño Amset ofreciéndole un bocadillo. Seth reprimía su propio dolor, pues se veía reflejado en el llanto de los sorprendidos padres.
—Madre, por favor, cálmate. —Horus acarició esas manos amadas y las apartó del rostro mojado de la señora—. Duamutef, tienes ahora a Duamutef. Él es vuestro nuevo hijo, cuídenlo, guíenlo, ámenlo como lo hicieron conmigo. Él no solo heredará el dominio, él será el dios responsable de restablecer el mundo, junto con sus hermanos y tendrán que ocuparse de dejar a los pueblos de Kemet listos para la transición…
—¿Transición? —El señor Jnum sabía lo que esa palabra significaba, pero no podía creer que el tiempo estaba llegando.
—Falta buen tiempo en términos divinos y muchísimo tiempo en términos humanos, pero el momento se acerca, padre y por eso mis hijos deben estar preparados y ustedes también. —Horus evitó llorar, para no poner más tristes a sus amados padres.
—¿Y qué pasará con nosotros cuando llegue ese momento? —La señora Isis se llevó la mano al pecho.
—Ascensión, madre. —Afirmó Horus mostrando una ligera sonrisa—. Los dioses ya no necesitamos vivir en Kemet ni entrar en estos cuerpos materiales.
Aunque siguió llorando, Isis comprendió que el adiós de Horus era largo, pero no eterno. Lo volverían a ver, serían rectores de la espiritualidad, creadores de almas y lograrían migrar a un mundo superior. El señor Jnum abrió su sonrisa, porque no quiso despedir a su hijo entre lágrimas. Horus abrazó a sus padres como cuando era niño y se fortalecía con sus aromas, con su energía y con el amor puro que ellos tenían. El abrazo se cerró durante algunos minutos y entre besos y palmadas, Horus dejó el coche real y bendijo a sus padres cuando se alejaron del templo de Seth.
Al dar la vuelta, encontró al dios de la guerra contraído. Sus colores eran oscuros, abrumadores, molestos a la vista. Subió los escalones que los separaban y rozó con suavidad la mano que se cerraba sobre el báculo. Seth lo siguió de inmediato, pues no quería perderse un solo segundo de su amado halcón.
El nuevo amanecer llegó con frutas frescas, agua de cebada y granos tostados de trigo. Un desayuno frugal que las siervas del templo dejaron a disposición de sus dioses y salieron del salón ante la orden del señor Seth. Mientras Nephtis y Horus mordían con delicadeza su primer dátil, Seth y Amset ya iban por el tercero. Compartían la felicidad de ver salir el sol y algunas anécdotas de los niños que Horus contaba a los anfitriones.
—¿Irán a cazar monstruos? —Nephtis aproximó el plato a Amset y miró con alegría cómo disfrutaba el niño su comida.
—Si, señora. Estaremos unos días cazando en el Noun. —Horus miró el gesto de Nephtis con cariño, recordó que Hathor hacía lo mismo con los niños y la imaginó durmiendo aún con Ihy entre sus brazos, como solía hacerlo. La despedida entre los dos fue calmada, Hathor lo bendijo y le pidió una bendición, se dieron corto beso de despedida y Horus depositó su don de hablar con el viento en Ihy para que ese sonido lo guiara en su inspiración.
—¿Y después volarás a tu dominio o Atum te llevará desde el Senei? —Nephtis jamás había hablado del amor que Seth y Horus se prodigaban. Fue la guardiana de su escondida relación, la que juró ante muchos dioses mayores y menores que ellos solo eran un buen tío entrenando a un sobrino hábil, la que en las noches les procuraba paz en el dominio para que pudieran sentirse felices y muy unidos. Ella siempre quiso ver a Seth siendo feliz y si esa felicidad estaba en Horus, Nephtis procuró que la disfrutaran con plenitud. Por eso preguntó, para prepararse a ser un pilar de fortaleza para su hermano.
Horus miró a Nephtis con asombro y de inmediato desvió los ojos a Seth. Cuando lo vio tomar el agua de cebada con tranquilidad comprobó que su indiscreción había caído en buenas manos, pues Nephtis sería el soporte para su amado dios de la guerra y también para Amset. Ella los ayudaría a encontrar la armonía que se vería alterada con su partida.
—Volveré a Sagarmatha, señora —dijo Horus contristado, el tiempo de decir adiós se aproximaba, así se lo decía el corazón y el vórtice en su pecho que comenzó a expandirse al iniciar ese viaje—. Allí es donde recibiré la gracia de los mundos etéreos.
—Horus, Seth y yo conversamos anoche, me contó lo que va a suceder y juntos pensamos en una propuesta que queremos hacerte ahora. —La diosa Nephtis dejó el vaso en la mesa y cambió su tono de voz por uno más sereno. Horus miró a la pareja con cierta intriga, sus auras se veían luminosas y podría decirse que ambos compartían un mismo sentimiento.
—Como ves, nos vamos a encargar por completo de Amset. Su educación, su disciplina, su instrucción y la formación para su ascensión. —El señor Seth se acomodó en la silla y con tono formal siguió hablando—. No queremos ser los dioses maestros de tu hijo, tampoco los simples mentores de un dios. Queremos que Amset sea un hijo para los dos, el niño que educaremos con amor de padres y el heredero de todo Mashrek y estoy hablando de que heredará también el territorio de Jazirúh.
—La hija de Anubis no desea ser reina —aclaró la diosa Nephtis.
—Horus queremos que nos des la custodia completa de Amset, estoy hablando de adopción. —El rostro de Seth estaba iluminado por la luz de una nueva emoción. Ser padre había sido su mayor fortaleza como su mayor debilidad. Ahora quería una nueva oportunidad para cumplir con ese maravilloso rol.
—No quiero tomar esta decisión sin antes consultar a Amset. —Horus sabía que Seth y Nephtis darían lo mejor de ambos para educar a su hijo, tal como lo hicieron con Anubis. Miró al pequeño que parecía distraído con las uvas y tuvo que hablar de aquello que había pospuesto por temor a la reacción del más pequeño de sus hijos—. Amset, ¿te gustaría quedarte para siempre en Mashrek?
—¿Quedarme por siempre? —El niño miró los murales de aquel lujoso salón, observó el decorado tan masculino y, algo confundido, volvió los ojos a su padre—. ¿Por qué?
—Seth y Nephtis van a cuidarte, pero ellos quieren que seas su hijo.
—Pero ya tengo un padre y una madre.
—Tu mamá está lejos y últimamente no ha tenido mucho tiempo para visitarnos. Y yo… —Horus miró a la pareja como pidiendo ayuda y ellos afirmaron con las cabezas dándole su respaldo—. Yo tengo que hacer un larguísimo viaje lejos de Kemet y tal vez no nos veamos en mucho, mucho tiempo. Por eso Seth y Nephtis quieren ser ahora tus padres, para ayudarte a crecer como dios.
—¿De verdad vas a irte al mundo de Atum? —Amset bajó de la silla y estiró los brazos para que Horus lo sentara en su regazo.
—¿Cómo lo sabes? —Sorprendido, Horus lo cargó.
—Él me mostró en sueños dónde estarás, jugamos en sus jardines y me dijo que allí tendrás muchas cosas que aprender. —Amset comenzó a jugar con las manos de su padre mientras balanceaba los pies—. Eso quiere decir que yo estudiaré y tú también estudiarás como si fueras un niño allá donde está el dios creador. —Amset se puso a reír.
La forma tan natural como el niño tomaba la distancia entre Horus y él le pareció admirable al dios Seth. El pequeño tenía una conexión especial con el dios universal, era como si hablara de un conocido y hasta de un amigo que lo visitaba en sueños.
—Por eso te pregunto de nuevo, ¿quieres quedarte en Mashrek para siempre y que Seth y Nephtis sean tus padres? —Horus estaba tan asombrado por la confesión del pequeño que se sentía felicidad y tristeza a la vez.
—Me gusta Seth, es el mejor guerrero y no le tiene miedo a nada. Además, es un dios de buen corazón. —Amset miró que el dios de la guerra se sonrojó—. Y Nephtis es muy bonita, me gusta como habla y como me toma de la mano, me siento muy bien cuando estoy a su lado. —La señora Nephtis miró con ternura a Amset.
—¿Entonces? —Seth ya no podía esperar la respuesta del avispado niño.
—Sí, me gusta. Me voy a quedar para siempre en Mashrek. —Amset abrió los brazos como queriendo abarcar ese reino que sus dioses habían decidido heredarle—. Pero no sé si podré decirte padre porque ya tengo uno, mejor te diré tío Seth. ¿Está bien? —Amset miró al dios de la guerra con esos ojos caramelo que reflejaban su absoluta inocencia.
Seth aceptó en silencio aquella frase que antes le pareció una muralla de indiferencia, como un cálido epíteto familiar. «Tío Seth. ¡Vaya!», pensó y sonrió.
—¿Y a mí que me dirás? —Nephtis acomodó un mechón de cabello tras la oreja y sonrió.
—Me gustaría decirte madre, pero Hathor ya es mi mamá. Entonces te diré tía Neph. Escuché que tío Seth te dice así con cariño, por eso quiero decirte así... tía Neph. —Amset la miró sonriendo, sus inquietos ojos se posaron en los de la diosa y provocaron que se derritiera de ternura por él.
—Entonces… firmaré los documentos de la adopción. —Horus miró con gran satisfacción a la pareja. Ellos se tomaron de la mano y sonrieron.
Después del trámite y la inscripción de Amset en los registros reales de Mashrek —que los funcionarios se apresuraron en realizar—, el señor Horus salió con el niño en brazos para despedirse de él.
—Ahora serán tus padres y quiero que los trates con ese respeto, Amset. —Horus besó las mejillas de su hijo y lo meció unos segundos en sus brazos—. Seth es muy disciplinado, pero sé que te amará y Nephtis es muy cariñosa, ella te ayudará en tus momentos más difíciles.
—No llores, padre. —Amset apretó sus brazos alrededor del cuello de Horus para consolarlo—. Atum me dijo que volveremos a vernos.
—Sí. —Rodaron dos gruesas lágrimas más por el rostro de Horus. Besó al niño un par de veces y lo dejó en brazos de Nephtis a quien besó por primera y última vez en la mano—. Te amo, Amset.
Con una última caricia, Horus se despidió de su hijo y salió del templo para despertar a Gobuleb y dejar todo ese llanto que apretaba su pecho en la arena del cuartel. Seth no lo siguió, quiso dejarlo solo un momento para que pudiera calmar su corazón, recibió a Amset en brazos y junto con Nephtis lo llevaron a su habitación.
...
El gigantesco Gobuleb estiró las alas y las patas, estar internado en esa jaula de acero y paja era una dura prueba para él. Sus largas plumas y sus ojos vivaces brillaban frente al sol de la mañana, conocía el camino que iba a emprender y por alguna razón su corazón latía con más fuerza que antes.
Mientras paseaba por el desierto contiguo a los cuarteles del dios Seth, atrapaba algunas lagartijas que eran un delicioso bocadillo para su buche, escarbaba en la arena para ver si tenía la dicha de encontrar serpientes porque le gustaban más, pero andaba vigilante y atento a la presencia de su amo.
Horus no tuvo que silbar, ni llamarlo por su nombre. Su sola presencia alertó a la quimera que, de inmediato, llegó hasta donde estaba su amo dando brincos enormes con las alas a medio abrir. Horus sostuvo su cabeza, acarició el suave plumaje tornasolado, rascó varias veces los costados de su grueso cuello y ató la canasta y las riendas al cuerpo de su amigo alado.
El dios Seth sería el segundo pasajero que el grifo debía transportar. Cuando se alejaron lo suficiente de los ojos humanos, el grifo bajó a las arenas que lo seguían en forma de remolino y dejó que el dios de la guerra subiera a su montura. Seth se sentó delante de Horus, apretó sus manos sobre el aro de la silla y, con gran emoción, se dejó llevar por las sensaciones que la ingravidez le provocaban en el estómago.
Llegaron a las solitarias playas del noroeste de Mashrek cerca del mediodía. Al instante que Horus tocó la arena con los pies, soltó las amarras del grifo y por el resto del día dejó que los acompañara en su cacería. Unos gigantescos moluscos habían provocado el volcamiento de naves en altamar y los dioses fueron a buscarlos. Gobuleb era el más entusiasmado con la persecución, forzó sus alas para volar a ras del océano y dejó atrás a los dioses, hasta regresar con varios tentáculos en sus garras.
Cerca del atardecer, Gobuleb se sació de comida, dio algunas vueltas en la playa y se puso a dormir entre los ramajes de las cañas. Horus lo miraba con cierta pena, había programado despedir su espíritu al anochecer, pero como lo vio dormir con tanta placidez decidió hacerlo cuando él se despertase.
—¿Lo vas a soltar en esta zona? ¿No tiene a su familia de grifos en las montañas? —El dios Seth dibujaba en la arena algunos garabatos sin sentido.
—El alma de este grifo ya cumplió su ciclo hace un largo tiempo, pero él decidió quedarse conmigo y yo hice un hechizo para atrapar su ka. —Horus se sentó junto a Seth y observó el patrón de las líneas trazadas que parecían seguir los trazos de las constelaciones en el cielo.
—¿Va a morir?
—Será libre. Nadie muere en realidad, todo se transforma, nada desaparece.
—¿Las almas que devora Amyt?
—Se transforman en esencia pura sin consciencia y forman parte del flujo de vida y muerte.
—¿Dónde irás tú?
—Atum no me ha designado aún una labor y un lugar.
—¿Podré verte en sueños?
—No lo sé, pero tengo la sensación de que me vas a sentir de alguna forma.
Los dioses recorrieron la playa en la más absoluta oscuridad, con las manos unidas, sintiendo que en cada pálpito se acortaba la vida, deseando retener ese tiempo de absoluta intimidad, sin palabras, sin vino, sin música, sin caricias lascivas, sin desesperada entrega. Solo dos almas que se acompañaban, disfrutaban su presencia y deseaban nunca separarse.
Cerca de los peñascos más altos se abrazaron, buscaron el refugio de algunas rocas y sintieron la urgente necesidad de besarse. El aliento de Seth quemaba el lóbulo de la oreja de Horus, habían dejado atrás los tocados, los pectorales pesaban demasiado. El deseo fue aflorando en los manantiales de sus bocas y en sus vientres comenzó a bullir la lujuria. Sus ganas se remojaban junto con las olas que golpeaban sus piernas. Hacer el amor, juntar sus semillas y verlas esparcidas entre la espuma que llevaba la marea, era una necesidad.
Seth fue transformando sus joyas en arena, Horus las depositó en una roca alta con el viento, libres de artificios solo quedaban los shenti como única barrera. Era fácil que los levantasen hasta la cintura o que los bajasen a los pies o los hicieran desaparecer con solo pensarlo. Las telas comenzaban a ceder ante el dulce ataque de las deseosas manos cuando un resoplido sobre sus cuerpos los obligó a detenerse y mirar a lo alto.
—Amigo, despertaste. —Horus vio que el grifo volteaba de un lado a otro la cabeza.
—Mierda, si lo hubiera hecho más tarde me hubiera visto dentro de tu culo. —Seth se apartó para no ser escrutado por la insistente mirada de la bestia.
—Vamos al acantilado. Debes recordar en qué grieta de la roca encontraste los huevos. —Horus preparaba su corazón para la ceremonia final.
Guiado por el báculo de Seth, el grifo voló con ellos a su espalda. Tenía las pupilas dilatadas cuando rozaba los roquedales y su corazón sostenía un latido acelerado. Parecía que estaba disfrutando su último vuelo. Horus lo dejó jugar un buen rato y cuando notó que el grifo se sobre esforzaba topó un par de veces su lomo y le ordenó que descendiera.
La madrugada dejaba su fría patena de niebla sobre la piel, los dioses y el grifo entraron en una gigantesca caverna y caminaron hasta la zona más profunda, guiados solo por la poca luz de las lunas que el mar reflejaba. Cada filamento luminoso les permitía poner los pies en un lugar seguro, la bestia solo seguía sus pasos.
—Aquí es, los huevos estaban juntos en este hoyo. —Seth dibujó con los dedos de los pies la circunferencia en la roca que había servido como nido natural los huevos de aquellos monstruos que cazaron hacía más de dos milenios.
—Gobuleb, siéntate. —Horus ordenó con amable voz al animal y éste obedeció de llano.
Seth se hizo a un lado, siguió el camino que le permitían sentir sus dedos en las rocas y se detuvo en el vestíbulo por donde pasaron minutos atrás. Había visto la muerte de tantas bestias nobles como sus caballos, sus camellos y algunos mulos fieles que montó en el pasado. Cuando le tocó despedirse de ellos solo cerró sus ojos y los enterró con su arena. No tenía un sentimiento doloroso al verlos muertos. Por eso se preguntaba por qué le dolía ver el adiós entre Horus y ese gigantesco grifo. Se preguntó por qué se quedó a observar, escuchar y meditar cada detalle de ese momento.
—Es momento de descansar, fuiste un gran guerrero. Gracias por todo este tiempo, voy a recordarte con cariño el resto de mi eternidad. —Horus se puso a acariciar el suave plumaje del animal, con sus dedos masajeó los puntos que procuraban la somnolencia y con sus palabras extrajo el hechizo que había sellado el alma del grifo en ese cuerpo.
Seth recordó el día que Anubis vio morir a un gato que era muy preciado para él. Fue un momento de llanto y desesperación, él no sabía cómo consolarlo, las palabras de Isis no calmaban los largos suspiros y las caricias de Nephtis no impedían que el pequeño se estremeciera. Recordó entonces que todos voltearon al escuchar la voz de Osiris y vieron frente a sus ojos retomar el milagro de la vida. Anubis fue tan feliz ese día, que hasta en sueños rio de contento.
«Anubis», pensó Seth en el Necher, con la esperanza que el dios de las sombras lo escuchase, pero cuando salió de su ensoñación observó cómo el grifo dejaba que su fuerza se consumiera.
—¿Será una bestia del Necher? —preguntó porque sí, Seth.
—No, esta ave tiene otro destino. —Horus tomó la cabeza del grifo, acercó su boca a las cavidades de sus oídos y musitó con cariño—. Gobuleb, descansa. Es hora de que formes parte de las estrellas.
La respiración de la quimera se fue aquietando, el cuerpo cobraba una pesadez fúnebre y el corazón latía con mucha lentitud. La energía del animal descendía al igual que su temperatura. Durante unos segundos, el ave quiso reaccionar y levantarse, pero Horus volvió a tomar su cabeza para relajarlo. Lo meció entre sus brazos y cuando el alba comenzó a dibujar sus primeras luces en el firmamento, el bello grifo de Horus dejó su pesado cuerpo.
Horus acomodó los restos del grifo en el hoyo de la caverna. Le fue algo difícil soltar el plumaje de la cabeza, pero no reprimió una cascada de suspiros. Seth lo seguía viendo de lejos. Horus parecía un niño que enterraba a su mascota.
Con el cielo aclarando su tono azul profundo, los dioses salieron de la caverna, Horus voló varias veces ascendiendo en espiral a gran altura, mientras que el señor Seth ubicó el lugar adecuado de aquella roca y golpeó con el báculo cuando lo encontró.
La montaña se estremeció y con un estruendo lastimero, se vino abajo, sellando de esa manera el cuerpo de aquel grifo valiente, que acompañó al dios del cielo en sus días más tristes, en sus paseos solitarios, en las batallas más fieras, en las tardes taciturnas y en los momentos más memorables que quedaron escritos en los registros del planeta.
Horus aterrizó en la playa, a cierta distancia de aquel roquedal y se quedó mirando el nacimiento del sol. Seth miró su espalda y recordó el sueño en el que Horus se alejaba de él. Con el estómago convertido en un puño, el dios del desierto corrió hacía el divino halcón, necesitaba alcanzarlo, temía que emprendiera vuelo y lo dejara solo en esa playa. Seth estiró los brazos y apretó la delgada cintura de Horus.
—¿Qué quieres hacer ahora? —Seth dejó su rostro sobre la espalda morena.
—Vamos al oasis, ese es el lugar más bonito de tu dominio, Sutej. —Horus tiró la cabeza para atrás hasta topar los bermejos mechones.
Con la luz del sol creciendo en levante, el dios Horus abrió las alas, dejó que el dios de la guerra montara sobre sus hombros y dibujó el trazo que debía seguir para alcanzar el oasis en la mañana.
Quedaban seis días para compartir su amor.